Cuando la máquina se detiene la presión en el motor sube. La chapa se dobla y las tuercas tiemblan y saltan disparadas. La gente del perímetro grita. Todos piden ayuda. Todos quieren escuchar la sirena.
En tierra de salitre el dia se presenta aburrido y, sobretodo, cansado. La pereza con la que la luz toca las piedras de la playa rivaliza con la de las gotas de la ducha al chocar contra le piel. De cara indiferente se desplazan por tuberias que van a parar doscientos metros mar adentro donde los peces oscuros desayunan algas.
La jornada empieza con la primera ráfaga de aire frio y húmedo que se mete en los huesos. Aún con esas el paso es tranquilo por las callejuelas y el sónido de las máquinas es fuerte sin llegar a ser molesto.
La silla espera en una habitación incomoda por demasiado caliente. Recuerdas un sueño que tuviste de un situación parecida dónde te colgaba una tostada de la boca. Te sientas y trabajas.
Tienes tiempo de pensar en tu (poca) tensión arterial y en que todo te da sueño. La indiferencia que sientes por las cosas aparece y desaparece como la luz de una bombilla rota.
Termina la jornada. Esperas en un paso de cebra y tomas con cuidado el primer paso porque la acera esta mojada y resbaladiza. Tus pasos suenan distintos que los de esta mañana y casi no te da tiempo a distraerte antes de llegar a la puerta de tu casa.
Cierras con cuidado y dejas pasar el tiempo hasta mañana.
La represión de género en la posguerra
Hace 9 años
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